La confesión es una de las disciplinas espirituales más importantes, y una de las menos practicadas.
Claro, es un poco incómoda. Preferimos la adoración u otras prácticas de devoción que no nos exponen a los demás, que no nos obligan a vencer la vergüenza, que no desnudan nuestra humanidad delante de otros.
De hecho, con la adoración, la oración y otras disciplinas espirituales “elevadas” muchas veces intentamos ocultar nuestras debilidades, maquillarlas, mostrarnos angelicales. Pero la disciplina espiritual que nos sana interiormente y nos libera es la confesión: “Por eso, con ésense unos a otros sus pecados, y oren unos por otros, para que sean sanados” (Santiago 5:16)
Determinate a abrirle tu corazón de par en par a alguien, encuentra un amigo/a maduro, un líder o pastor a quién confesarle tus temores, tentaciones, pecados, luchas, debilidades. Busca una persona con la que puedas ser honesto/a, transparente. Si Jesús necesitó confesarle sus luchas a tres amigos cercanos, si necesitó del apoyo de Pedro, Juan y Jacobo aquella noche en el Getsemaní, ¿qué nos queda a nosotros? La confesión no es “cosa de Católicos”, es la puerta a la gracia sanadora de Dios, es el grito de victoria que te liberará de los peores enemigos que llevas dentro de ti.
Es el cable a tierra que te recordará que no eres un ángel, que evitará que sufras la caída que viene tras la soberbia. Es la herramienta que te ayuda a quebrantarte antes de ser quebrantado. Por eso, como dice una canción hermosa de Marcos Vidal, ten siempre cerca “un buen amigo que te ayude a recordar que el Verbo se hizo carne”.